Le gustaba perderse en esas calles angostas, sobre todo cuando lo hacía a pie. Odiaba hacerlo cuando el objetivo era buscar aparcamiento. Algunas estaban empedradas, quizá fuera más incómodo, pero más auténtico. Como la vida misma.
Le traían muchos recuerdos, no obstante casi toda su vida nocturna había transcurrido entre ellas. Había querido, había odiado, se había emborrachado, había paseado, había alargado la noche hasta más allá del alba. Sí, sin duda eran callejones en los que nunca se perdería a menos que fuera lo que estaba buscando, como ahora.
Recientemente todas esas calles habían cambiado para sus ojos. Seguía siendo su barrio preferido donde vagar cuando no tenía prisa, cada esquina cambiaba la decoración pese que para unos ojos profanos fuese similar a la anterior. Seguía reconociendo cada puerta, caras familiares, signos en las paredes, sonidos que se repetían formando una melodía que conocía bien. Todo seguía igual, pero algo había cambiado, o quizá todo.
El cambio provenía de unos grandes ojos que le desnudaron desde el día que se cruzó con ellos. Pese a que había enterrado sus emociones, no pudo hacer nada contra ellos. Se dejó llevar y se entregó en un sueño donde todo era idílico. Demasiado idílico, pensó, pero hacía mucho tiempo que controlaba todos los aspectos de su vida de manera casi quirúrgica y no estaba dispuesto a controlar este momento también. Volvía a sentir el deseo, algo que creía haber olvidado…
Tan rápido como vino se fue, pero agitó su interior y le hizo cambiar su percepción de la realidad. Ese cambio le hizo más fuerte, más valiente, pudo dar un paso adelante. Había dos opciones: o el destino había querido volver a jugar con él y se había equivocado, o cual maestro rígido le había dado una dura lección por su bien.
De repente el corazón se le encogió. Paseando por sus recuerdos no se había dado cuenta de dónde había llegado, pero su cuerpo sí. Todas las partículas de su piel se empezaron a separar, los dedos dejaban de tener una forma definida y sus pies luchaban por despegarse del suelo. Y, al fin, se elevó en el aire. Como un montón de granos de arena unidos por una fuerza magnética ascendió. Y tomó forma sobre un tejado. Bajo ese conjunto de tejas había una cama, que conocía. Y una ventana, donde vio amanecer una mañana de abril y a través de la cual contempló un collage de barro pardo y naranja, mientras sentía el calor a su derecha. Todavía podía sentir el olor dulce que había en esa habitación, una mezcla de sudor, perfume, lágrimas, menta y canela.
Mejor estar solo que fingir. No cabe duda. Se tumbó sobre las tejas que crujían bajo su peso. Se tumbó y miró al cielo. “Las estrellas se pueden ver en el cielo de Madrid”, le decía ella. Él no lo creía, pero tumbado sobre ese tejado no tenía nada mejor que hacer que mirar hacia arriba. Esperaría a ver amanecer otra vez desde ese edificio, sólo que esta vez desde el otro lado de la ventana. Se había prometido no mirar al interior.
Le traían muchos recuerdos, no obstante casi toda su vida nocturna había transcurrido entre ellas. Había querido, había odiado, se había emborrachado, había paseado, había alargado la noche hasta más allá del alba. Sí, sin duda eran callejones en los que nunca se perdería a menos que fuera lo que estaba buscando, como ahora.
Recientemente todas esas calles habían cambiado para sus ojos. Seguía siendo su barrio preferido donde vagar cuando no tenía prisa, cada esquina cambiaba la decoración pese que para unos ojos profanos fuese similar a la anterior. Seguía reconociendo cada puerta, caras familiares, signos en las paredes, sonidos que se repetían formando una melodía que conocía bien. Todo seguía igual, pero algo había cambiado, o quizá todo.
El cambio provenía de unos grandes ojos que le desnudaron desde el día que se cruzó con ellos. Pese a que había enterrado sus emociones, no pudo hacer nada contra ellos. Se dejó llevar y se entregó en un sueño donde todo era idílico. Demasiado idílico, pensó, pero hacía mucho tiempo que controlaba todos los aspectos de su vida de manera casi quirúrgica y no estaba dispuesto a controlar este momento también. Volvía a sentir el deseo, algo que creía haber olvidado…
Tan rápido como vino se fue, pero agitó su interior y le hizo cambiar su percepción de la realidad. Ese cambio le hizo más fuerte, más valiente, pudo dar un paso adelante. Había dos opciones: o el destino había querido volver a jugar con él y se había equivocado, o cual maestro rígido le había dado una dura lección por su bien.
De repente el corazón se le encogió. Paseando por sus recuerdos no se había dado cuenta de dónde había llegado, pero su cuerpo sí. Todas las partículas de su piel se empezaron a separar, los dedos dejaban de tener una forma definida y sus pies luchaban por despegarse del suelo. Y, al fin, se elevó en el aire. Como un montón de granos de arena unidos por una fuerza magnética ascendió. Y tomó forma sobre un tejado. Bajo ese conjunto de tejas había una cama, que conocía. Y una ventana, donde vio amanecer una mañana de abril y a través de la cual contempló un collage de barro pardo y naranja, mientras sentía el calor a su derecha. Todavía podía sentir el olor dulce que había en esa habitación, una mezcla de sudor, perfume, lágrimas, menta y canela.
Mejor estar solo que fingir. No cabe duda. Se tumbó sobre las tejas que crujían bajo su peso. Se tumbó y miró al cielo. “Las estrellas se pueden ver en el cielo de Madrid”, le decía ella. Él no lo creía, pero tumbado sobre ese tejado no tenía nada mejor que hacer que mirar hacia arriba. Esperaría a ver amanecer otra vez desde ese edificio, sólo que esta vez desde el otro lado de la ventana. Se había prometido no mirar al interior.
Confetti – Lemonheads
It´s a Shame About Ray, 1992
Letra: http://www.lyricsfreak.com/l/lemonheads/confetti_20082345.html
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